Un pequeño cuento hecho de lluvia













UNA TARDE DE OTOÑO

Ocurrió una tarde de otoño. Era un día gris, pero de vez en cuando, el sol asomaba tímido entre las volutas de bruma y nubes de la bahía. La mar tenía un color verdoso que por instantes se tornaba azul, creando una situación de imposible olvido. Aparentemente era un día como otro cualquiera y nadie parecía advertir las sutiles diferencias que lo convertían en un día diferente.

Pero todo empezó con un sonido, un sonido sordo, profundo y desgarrador que parecía provenir del mismo corazón de la tierra. Al principio, las gentes no parecían ser conscientes de ello, solo algunas almas sensibles escucharon con los oídos del alma el sonido desgarrador proveniente de la orilla y acudieron asustados a ella. Y allí estaban varados, una ballena y su cría.










El sonido que emitía el enorme animal erizaba la piel de aquellos que eran capaces de escuchar con el corazón. Era un sonido triste, angustioso, lleno de matices que hablaba de muchas cosas pero que, sobre todo, pedía ayuda. Y frente a ellos, unos cuantos niños y algunos ancianos y adultos que aún no habían perdido la esperanza en el ser humano, los seres con el corazón lo suficientemente puro aún como para ser capaz de reconocer en ese gran mamífero a un igual. Todos se miraron buscando una explicación que les ayudara a comprender por qué solamente ellos habían acudido a la llamada de socorro y cuál debía ser el siguiente paso.
La confusión se leía en sus rostros, y nadie parecía saber muy bien qué hacer hasta que una niña corrió hacia la ballena y, después de que sus ojos cruzaran la mirada un momento, se dirigió a los allí reunidos y les dijo:


–Tenemos que salvarla –dijo señalando con su diminuto dedo hacia el pequeño ballenato que les miraba aterrorizado.
Todos miraron a la vez hacia el animal, y una chispa de comprensión apareció en aquellos ojos, tan diferentes entre sí pero tan iguales a los del pequeño ballenato.

–Tenemos que salvarles, podemos hacerlo –un anciano señaló a dos de los jóvenes que estaban a su lado–. Vosotros dos, id a buscar ayuda.


Las órdenes no se hicieron esperar y partieron raudos a buscar ayuda al pueblo.

–Hay que mantenerles húmedos hasta que suba la marea –dijo el anciano, que desde ese momento, se convirtió en el líder del pequeño grupo.

Ya anochecía cuando apareció la gente. Algunos acudían por curiosidad, otros por aburrimiento, pero todos callaban impresionados ante el espectáculo de aquellos enormes animales agonizantes. Solo unos pocos se atrevían a acercarse a la orilla y a ayudar a aquellos que, exhaustos, no dejaban de mojar los cuerpos de las enormes bestias.

La marea parecía no llegar nunca y muchos empezaron a alejarse sin esperanza, mientras la luz del gran cetáceo se apagaba lentamente.
El fin de la ballena parecía anunciar también el de la pequeña comunidad que se había formado entre los diferentes extraños, y todos se miraron tristes, conscientes de que cuando la luz se apagara, también sus propias esperanzas e ilusiones lo harían. Durante varias horas habían permanecido unidos, ayudándose sin preocuparse de sus miedos, angustias y dudas. En ese tiempo el universo, las ballenas y ellos mismos habían formado un todo.

Las miradas de la niña y el anciano se encontraron y, como hacía ya algunas horas, comprendieron.

El anciano palmeó con cariño el lomo de la gran ballena y pareció susurrarle algo; después se alejó de ella y se acercó al pequeño ballenato, le acarició suavemente y comenzó a tirar de él.
                                

La marea estaba subiendo por fin; sin embargo, era tarde para la madre, pero aún había esperanza para la cría.




Al amanecer, el gran cuerpo de la ballena se hallaba tendido en la playa, sin vida; en cambio, el ballenato estaba a salvo. No obstante, ahora dependía de ellos conseguir que su sacrificio no hubiera sido en vano.